Una de las cuestiones que se suelen plantear los esposos se expresa con la consabida frase: “Ya no siento lo mismo que antes”. Y es verdad, pues después de veinte años de casados ya no se siente lo mismo que antes… se vive con mayor sosiego y paz, y la felicidad que se vive en el matrimonio es más profunda porque abarca la totalidad de la persona amada. Pero, esto de ya no sentir lo mismo ¿es bueno o es malo? La respuesta a la cuestión, la “quaestio disputata”, es que es muy bueno, es, por decirlo menos, extraordinariamente bueno. Pero, ¿cómo se explica esto? … veamos.
En primer lugar ya no sentimos los mismo porque, aunque seguimos siendo el mismo, el mismo ser personal, hemos cambiado en el tiempo. Lo que sentíamos hace veinte años difiere de lo que ahora sentimos, esencialmente, porque la vida es cambio, y nosotros cambiamos en el tiempo. No somos el adolescente, ni el joven de veinte años, ahora tenemos más edad, una profesión, una situación social, etc. Lo que sentimos ahora difiere de lo que sentíamos entonces. Pero esta razón, con ser cierta, no alcanza a fundamentar suficientemente bien lo que queremos responder.
Lo esencial es que el amor entre un varón y una mujer tiene tres grandes estancias que configuran distintos grados de unión a largo de toda la existencia de los esposos. Cada una de estas estancias son, por ser naturales, muy buenas, y cada una de ellas aportan un bien específico – algo bueno - a la unión matrimonial, un bien que las otras estancias no pueden aportar. Tan cierto es esto, que si una estancia no se vive de modo pleno, las demás estancias se resienten y, aunque se puede superar, nacen en cierto modo disminuidas.
La primera estancia es la del enamoramiento. En esta estancia aparecen todas las tendencias propias del amor conyugal, como son: la tendencia a la unión, la tendencia a la exclusividad, la tendencia a la perpetuidad, y la tendencia a recrear el mundo (engendrar). Pero todas estas tendencias se encuentran aún en su condición de tal, es decir: son sólo tendencias. No se ha concretado aún ninguna entrega.
Esta estancia suele nacer en la adolescencia, y se manifiesta con la novedad de sentir una soledad íntima conyugal. Aparece la necesidad de saciarla buscando a otra persona de sexualidad complementaria para compartir parte de nuestra intimidad. Esta necesidad produce un descentramiento de nuestro yo más íntimo, trasladándolo a las fronteras mismas de nuestra intimidad: nuestro cuerpo. Lo que sentimos en esta estancia, ese bullir en nuestro interior cuando la amada se aproxima, o simplemente al pensar en ella, es ocasionado por este descentramiento natural. Por eso es que la relación en esta estancia es tan inestable y tan sensible, cualquier conflicto hiere profundamente porque se tiene la intimidad “a flor de piel”. Es la estancia propia para conocer si la persona amada es quien puede llegar a merecer la entrega total.
En el enamoramiento todos los aspectos biológicos, somáticos y afectivos cobran protagonismos sobre las facultades superiores de la persona. Esto no quiere decir que la razón y la voluntad no participen del enamoramiento, lo hace, pero su protagonismo es menor frente a las otras dimensiones personales. Por eso se dice que uno no se enamora, sino que “lo enamoran”; de repente, se encuentra en esta situación, se encuentra enamorado: "EN AMOR DADO" . Esta estancia, en si misma, no tiene las ayudas para soportar la vida matrimonial.
En el matrimonio se dan otras dinámicas que proporcionan los medios para vivir el matrimonio, o la unión conyugal. Surgen dinámicas que permiten el aunamiento personal, en el que se implica la libertad de los esposos de modo radical. La inestabilidad del enamoramiento no soportaría una unión de por vida. Por eso, cuando le digan: “ya no siento lo mismo que antes”, habría que responder: “lógicamente, si ya no eres el mismo que antes; antes eras un varón y una mujer, ahora eres un esposo y una esposa”. Y los grados de unión y de felicidad de comunión conyugal son distintos, y por supuesto, de mayor calidad.
La ilusión del romance del enamoramiento no alcanza a soportar el navegar co-biográfico de los esposos. La vida diaria no es un verso, un poema o una ilusión. La vida diaria se compone de cosas pequeñas que van sumando, a veces con trabajo arduo, la cuenta de nuestra biografía. Prosa y verso parecen ser dos modos que se contraponen en el matrimonio.
Sin embargo, hay algo maravilloso escondido en las situaciones más comunes, algo que nos supera, y que corresponde a cada uno de los cónyuges descubrir. Esta correspondencia exige de cada uno algo esencial: “trabajar su amor conyugal”. El matrimonio exige, y exige mucho, y como es de esperar, entrega mucho más. Si ambos esposos se esfuerzan, se desviven por su cónyuge, y si este desvivir les lleva a vivir para el otro, con el esfuerzo que esto comporta, irán descubriendo que esa prosa, aparentemente oscura, escondida, intrascendente, se alza sobre sí misma, y se convierte en los versos más hermosos. Por eso el matrimonio no es una ensoñación, no es un vivir en lo abstracto desconectado de lo concreto, es la vida diaria plagada de detalles pequeños que esperan la intervención personal e incondicional de los esposos. El matrimonio es un camino de plenitud humana.
El amor conyugal, además de ser un misterio único y maravilloso, es la donación de sí mismos que hacen un varón y a una mujer, en razón de la bondad intrínseca que tiene la sexualidad humana. Esta donación libre es de tal entidad que afecta el ser mismo de los cónyuges y genera en ellos un nuevo modo de ser en la unión, una comunión de personas que, sin destruirlas, las perfecciona haciéndolas más humanas a lo largo del tiempo.
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