“Yo”, la persona que soy, el quién que soy, el ser que soy, y no otro, decide libremente en virtud de su inteligencia y su voluntad, facultades que le confieren la condición de persona, efectuar una entrega. Para ser verdaderamente libres necesitamos que nuestra voluntad, nuestro querer, se incline con fuerza ha lo que la inteligencia, rectamente formada, le indique. Si nuestra razón nos dice que tal objeto es bueno, pero nuestra voluntad no tiene la fuerza necesaria para obedecer a la razón, nunca alcanzaremos esa cosa buena.
Quizá con un ejemplo sencillo lo podemos ver con mayor claridad: supóngase que son las 5:30 AM y nuestro despertador suena para levantarnos de la cama. Lo inmediato es que nuestra razón reaccione indicándonos que “es hora de levantarse”, a lo que nuestra voluntad deberá seguirle para proporcionar la fuerza necesaria para hacerlo. Si la voluntad no sigue a la inteligencia, aunque tengamos conciencia que “es hora de levantarnos”, no efectuaremos la acción concreta. En el consentimiento matrimonial, hemos puesto nuestra razón y nuestra voluntad para concretar la acción de entrega, hemos visto que hacerlo es muy bueno, y además, hemos querido entregarnos libremente. Y por si quedaran dudas, nos hemos sometido a las formas previstas para garantizar que el consentimiento mutuo se ha efectuado.
“Me entrego a ti”, fue lo que dijimos. La entrega no consistió en un auto, una casa, u otro objeto, no. La entrega fue de algo mucho más valioso, de hecho, de lo más valioso que podemos dar a nivel humano; se efectuó la entrega de uno mismo. Pero, ¿cómo puede ser esto? ¿Cómo puedo yo entregarme a otra persona? Más aún, sabiendo que no puedo dar aquello que no puede ser dado. Aunque parezca imposible, en la persona humana hay una modalización de carácter ontológico que permite esta entrega, y es la modalización sexual. Varón y mujer comparten la misma naturaleza humana que se manifiesta de dos modos diversos y complementarios: el varón y la mujer.
Contrariamente a lo que se suele pensar, esa condición sexual no consiste solamente en unos accidentes de la persona, sino que son la persona misma, es decir, todo el ser de la persona del varón, es varón, no solo sus dimensiones biológicas y biosomáticas –hormonales-, sino también sus aspectos sensibles y psicosomáticos y, sobretodo, su dimensión personal; por ello, el obrar del varón será siempre viril y masculino. Lo mismo ocurre con la mujer, en la que toda su persona, cuerpo y espíritu, es mujer, y por lo tanto su obrar humano será siempre femenino. Virilidad y feminidad es lo que los diferencia, y es al mismo tiempo aquello que ontológicamente tiende a conyugarlos, a unirlos, a conjuntarlos. Por ello, lo que se entrega en el matrimonio es lo conyugable: la virilidad del varón y la feminidad de la mujer.
Pero para que se produzca la unión, la entrega debe ser mutua y proporcionada, proporción que sólo el amor humano puede producir. Esto requiere que la entrega de la virilidad del varón y la entrega de la feminidad de la mujer sean de la misma calidad, de la misma proporción, que se entregue la conyugalidad de modo total y mutuo, es decir, que la entrega sea en lo que ahora son y en lo que en la vida puedan llegar a ser. Si esto se da, la naturaleza humana "responde" llevando a acto aquello que ya tenía en potencia a propósito de la diferenciación sexual. Y la respuesta de la naturaleza es la conyugación inédita de este varón en concreto, único e irrepetible, con esta mujer en concreto, también única e irrepetible, dando paso a algo nuevo, algo que hasta entonces no existía, algo que es único e irrepetible: un nosotros conyugalmente íntimo. Esa conyugación que se desencadena de modo natural a propósito del consentimiento eficaz del varón y de la mujer, los supera, y sin destruirlos, los eleva humanamente efectuando en ellos una verdadera unión radicada en el ser personal, unión de naturaleza jurídica, pero anclada en el propio ser de cada uno de los cónyuges que, a partir de entonces, dejan de ser varón y mujer para pasar a ser esposo y esposa, debiéndose en justicia para toda la vida.
A partir de ese momento la felicidad de él pasa por la vida concreta de ella, por buscar el bien de ella, por estar pendiente de su mejora y cuidados. Y la felicidad de ella pasa por la búsqueda del bien de él, de su mejora y cuidados. Ella y él se pertenecen en lo conyugable, y están unidos en su ser por amor. Por ello se dice que el amor conyugal es tridimensional: Yo, Tu, y Nosotros (co-ser por amor).
Luego dijimos: “Y prometo serte fiel”. Nuestra condición personal exige que nuestras facultades superiores – inteligencia y voluntad - intervengan de modo radical en la fundación, crecimiento, conservación y restauración de la unión, pues se trata de una unidad querida por amor. Esto exige la fidelidad a la verdad de la unión: Ser fieles a nuestro ser como esposos o esposas, a esa realidad indiscutible que es la creación de la conjunción natural que hemos desencadenado, y a la que nos debemos en justicia. La fidelidad por tanto es una exigencia de la naturaleza humana, y toda acción contraria a la unidad esponsal lastima nuestra naturaleza, y deshumaniza. Por el contrario, todo acto que tiende a la profundización de la unión, mejora a los esposos y los humaniza, haciendo de la vida matrimonial un verdadero camino de perfección humana.
“Con salud o enfermedad, en lo favorable y en lo adverso, y así amarte y respetarte, todos los días de mi vida”… ¿Cabe una mayor entrega a nivel humano? ¿Hay a nivel humano una unión de mayor entidad? ¿Existe una muestra de mayor libertad que la entrega de uno mismo por amor? La grandeza del matrimonio y la maravilla del cuerpo que somos, permite esta unión de por vida. Surge así una nueva vida en conjunto, una vida en la unión, un convivir en y con el otro abriendo paso a una co-biografía que, vivida naturalmente, agranda y fortalece la unión de dos seres que se aman a lo largo del tiempo. El amor conyugal también cambia con el tiempo, no se trata de un amor nuevo para cada época humana, se trata del mismo amor que va cambiando con los amantes a lo largo de toda su vida, ambos en compañía íntima, siendo por siempre, uno con una por amor.
El amor conyugal, además de ser un misterio único y maravilloso, es la donación de sí mismos que hacen un varón y a una mujer, en razón de la bondad intrínseca que tiene la sexualidad humana. Esta donación libre es de tal entidad que afecta el ser mismo de los cónyuges y genera en ellos un nuevo modo de ser en la unión, una comunión de personas que, sin destruirlas, las perfecciona haciéndolas más humanas a lo largo del tiempo.
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