Dr. César Chinguel Arrese
“¡El futuro de la humanidad se construye en la familia! Por consiguiente es indispensable y urgente que todo hombre de buena voluntad se esfuerce por salvar y promover los valores y exigencias de la familia”. Estas palabras de Juan Pablo II nos plantean una cuestión fundamental de la que nadie está exento. Por ello me parece muy apropiada la iniciativa de los organizadores para reflexionar sobre este tema: La dignidad de la familia. Para afrontar estos retos que nos propone el Papa Juan Pablo II es necesario que nos detengamos un momento para ponernos de acuerdo en algunos fundamentos que sostienen a la familia y marcan su razón de ser, y por tanto su finalidad. La familia es la realidad social más íntima que tiene la persona humana; en ella, el hombre nace, crece, se forma, pero fundamentalmente, sale de sí mismo y aprende a amar.
La intimidadEmpecemos hablando de una realidad humana llamada intimidad. La intimidad somos nosotros mismos, es nuestro ámbito privado (el más íntimo) que tiene niveles más externos, incluso visibles, y llega a profundidades que solamente nosotros conocemos, en donde estamos solos ante nosotros mismos. La intimidad se puede compartir, por ejemplo con nuestros conocidos, con nuestros amigos, nuestra familia, etc. Nadie puede acceder a ella si no se lo permitimos. Es un ámbito propio de nuestra libertad. En la familia, el nivel de apertura de la intimidad de sus miembros es tal que permite un ambiente propicio para el amor, es como un campo muy fértil para amar. Cuando nacen los hijos se unen, a su modo, a la intimidad amorosa de sus padres. Son acogidos y aceptados como parte de esa intimidad, con un alto grado de pertenencia; por eso decimos “mi hijo”, “mi padre”, “mi mujer”, “mi marido”, etc. Incluso, científicamente está comprobado que psicológicamente el recién nacido se siente parte de un todo con sus padres y continúa así hasta la progresiva afirmación de su yo. La familia permite la aceptación de todos sus miembros por el simple hecho de serlos. No importa si el hijo es alto o bajo, más o menos inteligente, etc., es recibido y amado simplemente por ser hijo y parte de esa familia. Este ambiente es único y propicio para aprender a amar.
Instinto, deseo y placerOcupémonos brevemente de algunos términos que los medios de comunicación social emplean frecuentemente de forma ambigua. Estos términos son el instinto, el deseo, el placer y el amor. Todas estas realidades son muy buenas y están puestas para servir al hombre. Como bien se sabe, en la creación existe una sabiduría y un orden para poner todo lo creado al servicio del hombre, y para ayudarlo en la tarea –trabajo– que comporta el cumplir la finalidad para la que ha sido creado. Si este orden no se conserva no sólo no sirve al hombre, sino que lo destruye, lo hace menos humano, lo deshumaniza. ¿Pero cuál es este orden? Para explicarlo apoyémonos en un ejemplo: La necesaria alimentación humana. Así, el beber y el comer son esenciales para la supervivencia de la persona; si no comemos ni bebemos, pasado cierto tiempo, simplemente dejamos de existir. Tomando como marco este ejemplo, tratemos de distinguir en él el papel que desempeña el deseo, el instinto y el placer:
Instinto: para asegurar la necesaria nutrición, la naturaleza ha impuesto un instinto: el de beber y alimentarse. Pero éste por sí solo no mueve a la acción de comer, requiere de ciertos estímulos y recompensas.
Deseo: al estímulo que mueve a comer le llamaremos deseo, el cual se vale de los sentidos y la memoria para impulsar a la persona a la acción de comer.
Placer: la recompensa por llevar a la acción aquello que sugiere el deseo, es el placer; es decir, el placer es el premio por haber actuado para satisfacer aquella necesidad de la persona, que era alimentarse: la del instinto. Como bien se ve, estos tres ámbitos no son exclusivos del hombre, sino que también existen en otros seres vivos.
Amor y matrimonio¿Y qué papel juega el amor en relación con el instinto? El amor es una realidad tan cercana a nosotros mismos que es difícil definirlo. Es como cuando vemos una pintura muy bella a una distancia tan cercana a nuestros ojos que no podemos apreciarla ni describirla. En la medida que nos alejamos del fenómeno u objeto, veremos mejor lo que queremos describir. En rigor, el amor somos nosotros mismos en movimiento de entrega mutua. No comprendemos la razón, pero inesperadamente sentimos la necesidad de amar. Desde tiempos inmemoriales el hombre se ha cuestionado el porqué de esta ley que marca su naturaleza. Así mismo se registran pinturas, poesía, canciones, etc. que manifiestan esta atracción mutua entre personas. A lo largo de la historia el hombre va dejando manifestaciones más o menos perfectas, o incluso imperfectas, de esta fuerza inexplicable que ha llevado al hombre a grandes actos heroicos. Su imperfección ha dejado muestras contrarias a la naturaleza del hombre mismo. Esta gran “fuerza” es el amor humano. La finalidad de toda persona es el Amor. Tenemos como origen el Amor, estamos hechos para vivir amando y nuestro destino último es el Amor. El ejemplo de la alimentación en el que comentamos las relaciones entre instinto, deseo y placer se queda corto para explicar el amor, más aún el amor entre un varón y una mujer, pues ésta lleva en sí un instrumento extraordinario: la potencia de la procreación de nuevas vidas humanas, cuyo destino es el Amor. ¿Pero cuál es la relación entre amor e instinto? El amor eleva al instinto a la categoría humana; eleva al instinto, el deseo y el placer a una experiencia radicalmente humana. El amor nos hace humanos; es decir, seres capaces de amar, eso es lo que nos da la categoría de personas, categoría que se eleva en la medida en que se incremente la calidad de nuestros amores: “Una persona vale lo que valen sus amores”. En la unión entre esposos, el instinto es una demanda para la conservación de la especie, por ello se pueden desentender algunas personas singulares sin perjuicio para la especie humana. Un ejemplo son los matrimonios que no pueden tener hijos o las personas que en uso de su libertad dedican su vida al servicio de los demás, etc. En el matrimonio, los amantes se pertenecen mutua y realmente. En la medida que la inteligencia hace más suyo este sentido de pertenencia, el amor se hace más fuerte y puro. En la persona humana el deseo tiene una tendencia al desorden buscando su propia satisfacción sin servir al instinto. La inteligencia que proporciona el sentido de pertenencia entre los que se aman es la ayuda para dar al deseo su sentido real. El amor tiene edades que, como todo lo humano, van dando progresivamente sentido a la vida del hombre. No aparece maduro repentinamente sino que, sin que nosotros lo permitamos, nace incipiente y lleno de potencia humana; va creciendo y pasando por etapas o edades que lo van haciendo madurar. Por ello, hay que cuidarlo y conservarlo, pues es nuestro más preciado valor. ¿Y cómo podemos aprender a amar? Sólo se aprende a amar amando. El amor es una experiencia tan íntima de la persona que no es posible conocerlo sin vivirlo, es decir, amando. Por ejemplo, nadie puede explicar a una mujer soltera en qué consiste el amor maternal, si ésta nunca lo ha vivido, si nunca lo ha experimentado. Una cosa es “desear” ser madre obedeciendo la llamada del “instinto” de conservación de la especie humana teniendo “un hijo”, y otra muy distinta es vivir la “experiencia personal” de ser madre “amando” a “un hijo en concreto”, es decir: a su hijo, uno con nombre propio, único e irrepetible. Convendrán conmigo en que entre una y otra situación hay una distancia infinita. Una mirada a la historia nos muestra el grado de entrega heroica del que son capaces las madres y nos da ciertas pistas para comprender el amor humano. Pero este tipo de amor no es el único. Otro tipo es el amor entre hermanos, el amor a los abuelos y tíos, etc. El amor entre una madre y un hijo es un tipo específico de amor humano. De todos los tipos de amor que se dan en la familia hay uno que sobresale por su importancia: el amor entre los esposos que es la materia de comunión entre los casados y fundamento de toda familia. El amor conyugal funda nuevas familias. De su calidad depende la buena formación de los hijos. Si la relación amorosa entre los esposos es saludable, el resto de los amores en la familia suelen darse también de modo saludable, si –en cambio– el amor entre los esposos presenta dificultades serias, los demás amores familiares suelen reflejar estos problemas. Por ello, Pablo VI usa la denominación de “amor humano” cuando se refiere al amor entre marido y mujer en la Humanae Vitae, Encíclica en la que tanto trabajó, el entonces obispo, Karol Wojtyla. Toda familia se inicia con un hecho que es tan antiguo como el hombre mismo. No importa la cultura, el tiempo, el lugar, allí donde se encuentran un varón y una mujer, que experimentan estremecidos una atracción y una fuerza que no comprenden, y donde existe la decisión mutua de compartir juntos la vida, este hecho se repite. De este modo, la familia matrimonial empieza con el encuentro inusitado entre dos personas, un varón y una mujer, que tras conocerse, van madurando mutuamente su relación amorosa hasta que deciden entregarse en donación mutua para toda la vida: el matrimonio. Y la historia se repite: la llegada de los hijos va configurando una familia única e irrepetible en toda la historia de la humanidad.
La familiaLa familia no ha sido creada por mente humana, es una institución natural que hunde su raíz en los mismos orígenes del hombre. Podemos preguntarnos entonces ¿Qué es exactamente la familia? “La familia es, sobre todo, una comunidad de amor formada por personas que comparten lazos de sangre, que empieza con el matrimonio de un varón y una mujer y crece por su amor generoso abierto a la vida”. Pensemos por un momento en una familia sencilla, en la que el padre trabaja con esfuerzo para sacar adelante a sus hijos con gran dignidad. Una familia en la que los esposos se quieren bien y se entregan sin reservas el uno al otro, que muestran con el ejemplo el modo de vivir con alegría las lógicas dificultades que toda familia debe enfrentar, dificultades que al ser superadas les mejoran como personas. En ese hogar, aunque falten los medios económicos o aunque los haya en abundancia, los hijos crecerán arropados por el amor de sus padres, en un ambiente de exigencia natural, donde todos, a su modo y de acuerdo a sus circunstancias, se preocupan por los demás. No hay ni ha habido en la historia, un ámbito más apropiado para el crecimiento humano que su familia. La familia es el espacio donde la persona vuelve a reponer fuerzas, porque allí las encuentra. En la familia los hijos, aprenden a respetar, a discutir, a compartir, a socializar, a conocer, es decir, adquieren virtudes ¿Hay algún padre que no quiera lo mejor para sus hijos? Los padres quieren lo mejor para sus hijos, y eso “mejor”, es que ellos mismos – los hijos – sean mejores personas. Este estilo de relación al interior de la familia está al alcance de cualquier familia sin importar su nivel socioeconómico y su cultura porque depende del amor. Es frecuente ver familias con economías holgadas, pero con dificultades familiares muy serias, tanto, que son profundamente infelices. Y se puede encontrar familias sencillas profundamente felices por la calidad de amor que se profesan.
Familia y sociedadCuando los hijos crecen en hogares bien constituidos, la sociedad en su conjunto mejora, pues ésta no es una idea abstracta, es una realidad muy concreta: la sociedad es lo que son sus familias. Entre los abundantes medios que la tecnología nos ofrece actualmente, nuestra época se caracteriza –fundamentalmente– por ser la era de la información. Los aciertos y los errores que ocurren en un lado del planeta nos llegan casi instantáneamente en cuestión de segundos. Esto hace que las culturas se conozcan y se asimilen a velocidades antes desconocidas. Entiéndase por cultura el modo que tiene un grupo humano de entender al hombre y al entorno inmediato con el que se relaciona. En todas las épocas la familia ha tenido dificultades, y no podemos ignorar las que enfrenta la familia en los tiempos que corren, pero tampoco podemos “llorar sobre leche derramada”. Existen dificultades reales, distintas a las que vivieron nuestros abuelos y, ciertamente, también diferentes a las que tendrán que vivir nuestros hijos y nietos. Pero el hombre tiene a su alcance el modo para resolver estos problemas en la medida en que sea fiel a sí mismo, a su propia naturaleza y, en definitiva, a su fin último. En general, la sociedad no sabe cómo responder a situaciones que le son nuevas. Ante las diferencias, las culturas entran en un proceso de asimilación global, buscando comprenderse sin perder su identidad. Mientras dura este proceso, hay aciertos, desaciertos. Pongamos un ejemplo de desacierto: ante una mal entendida libertad de expresión se permite la venta de agresivas publicaciones que lesionan la moral pública y privada. Basta con darse una vuelta por la ciudad y detenerse en un puesto de venta de diarios para comprobar que la pornografía se vende con suma “normalidad”. Ante la duda sobre la valoración moral de este hecho concreto podemos preguntar a quienes lucran en esa cadena de negocio (desde quienes trabajan en las imprentas, pasando por quienes transportan, hasta el que vende, sin dejar de mencionar a la Municipalidad que cobra una cantidad diaria al ambulante) si dejarían esas publicaciones en la sala de su casa para que todos sus hijos las vieran. La respuesta obvia sería: NO. Entonces, ¿por qué la sociedad no puede actuar? Sin darnos cuenta, va surgiendo una falta de sensibilidad para varias cuestiones que afectan a niños y adultos en el seno familiar, porque como bien se sabe, lo que afecta a un niño, afecta igual o peor a un adulto. Lo mismo podríamos decir del aborto y la eutanasia. Enarbolando banderas de falsa libertad, se vulnera el derecho a la vida tanto en su inicio –en la concepción– como en su etapa final. La Sociedad termina por imponer leyes sin fundamento para justificar los asesinatos de niños sin nacer y de ancianos gravemente enfermos: aborto y eutanasia. Pero, todo lo anterior, con ser muy grave, no es lo más radical. Esos problemas y otros que no hemos mencionado son sólo los síntomas. Lo más importante es que esta falta de sensibilidad ha generando una “verdad relativa”, que no es otra cosa que una mentira sobre el hombre mismo y, por extensión, sobre su realidad social más íntima e inmediata: la familia. El hombre ha terminado siendo un desconocido para sí mismo.
Retos de la familiaA mediados de los años sesenta la “revolución contracultural”, que siguió a la “revolución industrial”, sería la causa de una clara ruptura en el orden de valores. Surgió entonces un conflicto generacional en el que los más jóvenes rechazaban el modo de vida urbano impuesto por la revolución industrial, haciendo del rechazo a toda norma y formalismo un nuevo modo de vida. La sociedad occidental vivía la época posterior al Concilio Vaticano II (años 60’s-70’s) en la que se desencadenó una oleada desinformativa que presentaba algunas normas como aprobadas por la Iglesia, cuando en realidad no era así. Al mismo tiempo, surge un “progresismo científico” que ebrio de conocimiento, se pone al servicio de industrias de anovulatorios o anticonceptivos que lucraban acabando seres humanos no nacidos. Proliferan uniones libres, que no consideran entre sus fines los del matrimonio, alterando la raíz misma de la sociedad. La sociedad de consumo domina e impone una moral “apetitiva” que favorece el consumo para obtener el placer separándolo de su finalidad. Aparece en los países industrializados una alarmante disminución de la tasa de la natalidad que genera el envejecimiento de la población, porque nacen menos hijos que los padres que los procrean. Volviendo al hilo conductor del tema que nos ocupa, es evidente que no llegaremos a plantear los retos de la familia actual, pero trataremos de barruntar al menos tres ámbitos que me parecen importantes:
El primer desafío es el que los esposos redescubran la grandeza de su vocación al matrimonio.
El segundo es redescubrir el valor de la entrega generosa a la vida en las relaciones conyugales y la alegría de entregarse a la formación de los hijos.
El tercer desafío es volver a poner a la familia en el centro de la sociedad. El primer desafío consiste en que los casados redescubramos la inmensa grandeza que conlleva la vocación al matrimonio. Que se puede ser muy feliz viviéndola, y que tiene grandes satisfacciones, no exentas de dificultades y dolor. Es precisamente en este dolor donde está la clave del amor entre los esposos. Lo grande del matrimonio está, paradójicamente, en lo ordinario del mismo. Hay que redescubrir que la entrega al Amor, teniendo como medios los amores de la familia, es la verdadera vocación de todos los casados; que es un verdadero camino de perfección para el hombre, y una vía espléndida y apasionante para cumplir la finalidad por la cuál existe. Que si es posible vivir la pureza del amor entre un hombre y una mujer. Y, para los católicos, que el matrimonio es camino predilecto de santidad, es decir, camino para alcanzar la felicidad eterna. En este punto es pertinente hacer un breve comentario sobre la fidelidad en el matrimonio. Nada produce más satisfacción a los casados que vivirla, y yo diría, hasta disfrutarla, pues es un bien recibido en justicia. No es más hombre el que es infiel a su mujer; en realidad lo es menos, pues no ama bien a una mujer sino que la “cosifica”, y al hacerlo se deshumaniza como hombre. Tampoco es más mujer aquella que le es infiel a su marido, no caben excusas, y de igual modo se hace menos mujer. En general, en un caso de infidelidad los responsables son los esposos, así que les corresponde a ellos, juntos, en unión, perdonarse. Siempre es posible el perdón, porque en definitiva, y paso lo que pase, tanto el varón como la mujer que se casan, estarán realmente unidos en su ser hasta la muerte. El divorcio es signo de desintegración social. El segundo desafío es redescubrir el valor de la entrega generosa a la vida en las relaciones conyugales y la alegría de entregarse a la formación de los hijos. La cuestión no es llenarse de hijos, pero tampoco es no tenerlos, la cuestión es que cada matrimonio tiene los medios para saber el número de hijos que generosamente pueda tener. La sabiduría está al alcance de cualquier matrimonio y, en el caso de los católicos, se cuenta con la gracia sacramental del matrimonio. La familia está por encima de la escuela. Quién tiene el deber y, sobre todo, el derecho de educar a los hijos es la familia, en concreto, los padres. Por ello, debemos tener el protagonismo en la educación de los hijos, más aún en temas fundamentales. El tercer desafío es volver a poner a la familia en el centro de la sociedad. No es que haya salido de la misma sino que está envuelta en una atmósfera de relativismo en la que todos dicen que la familia es muy importante, que es el núcleo y fundamento de la sociedad, que hay que legislar a favor de ella; sin embargo, son muy pocos los que en realidad trabajan a favor de la institución familiar. La sociedad se debe a la familia y no al revés. En virtud de ello, la sociedad está obligada a proteger los fines del matrimonio y la familia: la procreación, la formación de los hijos y la ayuda mutua para crecer humanamente. La sociedad debe velar y poner los medios para que la familia cumpla sus fines naturales. Esto se concreta en: trabajo para el padre y/o la madre, vivienda, acceso a la salud, recreación saludable para la familia, profesores bien formados, planes de estudio que respeten la dignidad humana, leyes que protejan el matrimonio, etc. El eje de la sociedad es la familia, y el eje de la familia es la unión de los esposos. La clave en estos desafíos consiste, fundamentalmente, en darnos cuenta que varones y mujeres están llamados al amor y que son distintos y complementarios porque han sido creados para la unión en comunión, en aquello que pueden darse. Que es posible vivir plenamente la vida matrimonial y que es en lo cotidiano, en lo sencillo de las cosas pequeñas de cada día, en lo aparentemente intrascendente y hasta monótono, donde el amor nos espera para hacernos felices, pero no con un felicidad a medias, de segunda, sino con una felicidad plena. Por último, las causas de los problemas no están fuera de la familia sino dentro. Las dificultades existen y son reales, pero lo importante, lo que realmente genera bondad, está al interior de la familia, en el amor entre sus miembros, y sobre todo, en el amor y fidelidad de los esposos. No hay que olvidar que al final de nuestras vidas de lo único que rediremos cuentas, es de cómo y cuanto hemos amados, nada más.
El amor conyugal, además de ser un misterio único y maravilloso, es la donación de sí mismos que hacen un varón y a una mujer, en razón de la bondad intrínseca que tiene la sexualidad humana. Esta donación libre es de tal entidad que afecta el ser mismo de los cónyuges y genera en ellos un nuevo modo de ser en la unión, una comunión de personas que, sin destruirlas, las perfecciona haciéndolas más humanas a lo largo del tiempo.
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Saludos, el articulo esta muy interesante, pero esta difícil de leerlo, muy pequeña la letra y no tiene párrafos, como un consejo sano, trata de separar el articulo en párrafos, y hacer un poco mas grande la letra. Esta interesantísimo, intente continuar leyéndolo pero no pude se vuelve tedioso leerlo. Ojalá tome en cuenta la sugerencia.
ResponderBorrarSaludos, el articulo esta muy interesante, pero esta difícil de leerlo, muy pequeña la letra y no tiene párrafos, como un consejo sano, trata de separar el articulo en párrafos, y hacer un poco mas grande la letra. Esta interesantísimo, intente continuar leyéndolo pero no pude se vuelve tedioso leerlo. Ojalá tome en cuenta la sugerencia.
ResponderBorrarcésar!! me encantó encontrarme con tu buenisimo artículo....
ResponderBorrarSaludos desde Monterrey, México!!!
mayerling